Mónica Lalanda
Médico
El lenguaje belicista está desafortunadamente muy arraigado en el mundo sanitario. Las metáforas relacionadas con luchas y guerras entran de forma natural en cualquier conversación sobre patología grave. Si bien nunca oiremos decir «se rindió frente a su enfermedad cardiaca isquémica» o que «perdió la batalla contra su EPOC», vemos con cierta normalidad que se utilicen esos términos en el cáncer. Es difícil entender por qué son tan aceptados en el imaginario colectivo; quizás porque añaden ese drama tan nuestro, porque suenen sensacionalistas o periodísticos o porque simplemente parecen conferir algún tipo de control irreal sobre la dolencia. Quizás el lenguaje belicista no es más que la ley de autonomía del paciente totalmente malentendida.
La terminología del cáncer como patología también tiene un paralelismo militar muy bien descrito por Susan Sontang. Hablamos de invasión tumoral, defensas del organismo o el bombardeo de la radioterapia. Ocurre también que el uso del término cáncer en el ámbito social y político busca despertar conciencias y llamar al activismo. Hablar de una situación como de un cáncer es como llamar a la guerra. Decir que la corrupción es el cáncer de la sociedad despierta conciencias y anima al levantamiento.
Sin embargo, cada vez es más frecuente ver a pacientes y a profesionales criticando toda esta terminología de guerras, ataques y luchas aplicada a la enfermedad. Quizá sea vistoso pero es injusto e inapropiado.
Me gustaría proponer que traslademos todo ese lenguaje belicista que tanto nos gusta a la situación de los profesionales sanitarios en vez de a la de los pacientes. Ahí sí tiene sentido hablar de guerra. Podemos decir sin temor alguno que los profesionales sanitarios, particularmente en Atención Primaria en España, no van a trabajar sino a lidiar una cruda batalla. Ver 40, 60 y hasta 80 pacientes en consulta no es ya cosa de un médico sino de un valiente combatiente. Trabajar de la manera que trabajan ahora los médicos de este país es una heroicidad que sería digna de los mayores honores y las más brillantes medallas. Además muchos servicios de urgencias parecen verdaderos hospitales de campaña con cuerpos quejosos por todas las esquinas y cuidadores exhaustos de uniformes manchados de sangre corriendo entre desorganizadas camillas.
Llevamos demasiado tiempo llamando a todo esto por el término inglés de burnout cuando la realidad es que aquí si los profesionales están quemados no es por ningún proceso psicológico singular; es por la pólvora, las balas y algunos días los bombardeos que toleran desde esa característica y dañina «heroicidad» del médico. Porque ni siquiera nos gusta aceptar que estamos quemados, agotados, devastados porque no estamos preparados para aceptarlo; sería una especie de derrota en este extraño cuerpo a cuerpo de nuestra bendita profesión.
De un médico se espera estoicismo, entrega, formación continua, los mejores resultados desde que eres niño. De un médico se espera que no ceje la lucha aunque lleve años preparando un examen y las preguntas sean majaderas, que no decaiga si hace una oposición que a todas luces resulta amañada. Del médico se espera que no coma o no beba y que no duerma mientras haya pacientes que ver, que tolere que el paciente lo agreda... porque, pobrecillo, es un paciente. Del médico se espera resistencia, resiliencia, que continúe trabajando aunque esté enfermo y que se vacune de la gripe, no para proteger su salud o la de sus pacientes sino para que no falte en ese hueco de la trinchera que no llega nunca a enfriarse. Del médico se espera que acepte que los tenientes al mando sean los más mediocres y que los generales conozcan en campo de batalla sólo en foto y sólo les importe que no les salpique el barro. Y ahí está atrapado entre su fuerte sensación de responsabilidad hacia el paciente a quien se debe, su código hipocrático y un sistema demandante que exige mucho más de lo que ya puede dar.
Esto sí es una guerra, una lucha sin cuartel en la que los médicos estamos perdiendo extenuados, hartos, quemados, abusados y doloridos. Y mientras el campo de batalla es cada vez más grande, no hay quien tome el relevo, o sí. Lo cierto es que en un ejército español del siglo XXI nadie ni siquiera sabe cuántos soldados hay. En este desconcierto radio macuto dice unos días que sobran soldados y otros que faltan. Un caos.
Empieza a haber demasiadas banderas blancas de combatientes que se rinden o que agarran su viejo fusil y se van lejos a otras batallas y otros destartalados ejércitos. El humo en el horizonte es gris, espeso y no permite ver más allá. Es hora de levantarse en armas para salvar la dignidad de nuestra profesión, la seguridad de nuestros pacientes y el futuro del que todavía es un buen sistema sanitario pero sólo a costa de sus soldaditos. Ojalá calara el lenguaje belicista entre nosotros, quizás así nos volviéramos más combativos. No podemos ser como Ghandi, nuestra principal arma no puede seguir siendo la plegaria muda, ya no.
La muerte no cambia, pero la manera en que la vivimos sí.
Hemos creado una sociedad rara, empeñada en vivir más allá de lo digno con una ciencia que considera la muerte como el fracaso de la medicina. Escondemos toda racionalidad sobre el hecho obvio de que todos moriremos y nos ensañamos con quien ya está muriendo, impidiendo el ya casi imposible «morir en paz». Y aquí viene la ironía: mientras la sociedad vive negando la muerte, usamos las redes sociales para compartirla en toda su intensidad.
Vivimos casi en directo muertes de víctimas de terrorismo, guerras o desastres naturales, y la foto de un solo cuerpecito inerte bañado por las olas puede conmocionar al mundo. Muertes por selfie, caídas de edificios por la insensatez del skywalking, decapitaciones yihadistas, suicidios colgados online o avisos de suicidio inminente nos acechan con regularidad. Y la saturación de muerte en la retina nos empieza a inmunizar; las expresiones de repulsa común son cada vez más light.
Las redes sociales nos hacen vivir en un inmenso escaparate y el morbo es innato al ser humano. Buscar el último tweet de quien ha muerto de repente es la nueva esquela, pero lo más desconcertante es que los muertos tengan después sus cuentas en redes indefinidamente abiertas. Tú mueres, pero tus tweets o entradas en Facebook circulan vivos. Hay enfermos que viven su final públicamente, a través de sus blogs y de Twitter. Para no olvidar el tweet que dejó programado tras morir la Dra. Kate Granger, que tuiteó hasta su muerte y después nos agradeció la compañía y nos pidió apoyar a su viudo, ya desde el más allá.
Y te haces amigos virtuales, a los que nunca llegas a conocer, y a veces van y se mueren. La sensación es terrible, sin entierro al que acudir, sin familiares que consolar. Se pasa rápido, todo es efímero en las redes, también los sentimientos.
Te encuentras dando pésames a quien no conoces y lo haces con el sentir de siempre. Y cuando te toca ser el doliente, te ves agradablemente acompañado, desbordado por mensajes en WhatsApp, Facebook, Twitter; te llegan canciones, enlaces a reflexiones, dibujos, incluso flores del imaginario de emoji. No tardarán en hacer coronas, ya están tardando. El pésame se ha vuelto algo fascinante, visual, emotivo. El viejo «te acompaño en el sentimiento» transformado en una increíble ola de creatividad sin límite. El luto riguroso se ha convertido en una foto en Instagram o un mensaje fijado en Twitter. Dejas claro que tu pérdida define tu nuevo yo virtual. Vives tu duelo con entradas en tu blog.
Recuerdo mi primera muerte, la de mi abuela: un féretro en el salón de mi casa infantil, un duelo de ropa negra, una esquela en el periódico local de «tu familia no te olvida» y una interminable fila de gente achuchándonos a la puerta de una iglesia. Los muertos ahora se quedan igual de solos, pero los vivos estamos más acompañados que nunca... o no. Es la nueva muerte.