Ser viejo es duro. Pero no me refiero a los viejos de los anuncios, esos viejos juveniles con apariencia de tener 40 años pero con el pelo blanco. Los que hacen propaganda del pegamento para dentaduras o las compresas de incontinencia. No, no hablo de esa gente estupenda, estirada, guapa, que sale a bailar con su pareja también de brillante pelo blanco y flexibilidad inaudita. Tampoco del abuelo que en anuncios de leches enriquecidas juega al fútbol con la nieta o corre por la playa para levantar en sus fuertes brazos al rollizo nieto. Abuelas que ríen a carcajada en una reunión con otras soberbias abuelas sin importarles esa molesta pérdida de orina. Magníficos viejos que disfrutan de un también magnífico crucero por el Mediterráneo, o que usan cremas para pieles maduras aunque no aparentan haber cumplido los 50. Ancianos que abandonan momentáneamente su partida de tenis para tomarse el yogurcito para la inmunidad, o el de tener los huesos fuertes o ese que promete mantener a raya el colesterol.
Todo eso es la imagen que nos venden de la vejez, la vejez visible, la vejez comercial, con su larga lista de productos engañosos, la idealización de la vejez. Esos años extra que nos prometen completar sueños, disfrutar hobbies y vivir la vida. Un aumento de la esperanza de vida y esa promesa que empieza a flotar sobre nuestras cabezas de una posible inmortalidad nos tienen ciegos.
Quizá necesitamos nuevos términos y llamar a todos ellos «adultos mayores» y reservar el término «viejo» o «anciano» a la dura realidad del final de la vida. La cuarta edad, la que no es popular, la invisible. La fragilidad del anciano mayor y enfermo, su vulnerabilidad, su dependencia, su deterioro, sus terribles dificultades hasta para las actividades más básicas... todo eso no está a la vista. No veremos anuncios de pañales de doble incontinencia, grúas para levantarse de la cama, alzadores para el WC, sillas de ruedas con cinturón, colchones antiescaras, papillas, localizadores GPS, espesantes para el agua, cuidadores de 24 horas, y ese largo etc. que representa los últimos años de muchas personas. Esos viejos muy viejos, muy frágiles, de mirada perdida, no están a la vista, viven en su mayoría aparcados en grandes párkings para viejos. Somos una sociedad que se contenta con mantener a sus viejitos seguros, que no se caigan, que no se atraganten, que tomen sus docenas de pastillitas de colores, que no se mueran... Mantener a nuestros viejos seguros aunque no felices nos tranquiliza la conciencia para poder seguir nuestras apretadas e intensas vidas reales y virtuales.
A quién le importan sus preferencias, sus deseos, sus anhelos, sus esperanzas, mientras su analítica no tenga muchos asteriscos, estén calientes y se les alimente. A quién le importa que quieran mirar los cuadros del Prado o un paisaje bucólico si pueden estar en fila con otros viejos mirando a la pared mientras esperan que los lleven a comer su papilla nutricionalmente equilibrada. A quién le importa que quieran oler flores o el pelo de sus nietos si huelen al producto que mantiene los suelos desinfectados, a quién le importa que les chifle el chocolate y los pasteles si su glucemia es correcta, a quién le importa que lo que más les guste en la vida es comer morcilla y torreznos si su colesterol está en rango. A quién le importa que quieran oír música o la radio cuando pueden deleitarse con el pitido del monitor de la tensión tres veces al día. Y sólo hace falta asomarse a las noticias para ver que los malos tratos y las sujeciones son norma en demasiadas de estas residencias. Que no sufran la brutalidad de algunos cuidadores descerebrados es el nuevo mínimo esperable.
Vivimos obsesionados con la esperanza de vida, pero no vemos que estamos dando una calidad de vida tan pésima a los ancianos más frágiles que quizás ellos aviven su esperanza de muerte. Estar seguros, que no felices; sobrevivir, que no vivir. Esto es lo que nos espera.