En realidad, no conecta con su prometido, sino con un software que recrea la personalidad del muerto en base a toda la información que figura en sus redes sociales. Al principio le ayuda a sobrellevar el duelo, pero pronto se da cuenta de que necesita más; de ahí a aceptar el nuevo proyecto de la compañía va un solo paso. Se trata de un androide que reproduce a su extinta pareja; un robot que, al igual que el programa previo, imita su manera de ser, escribir, reaccionar, interactuar y cuya apariencia física, salvo insignificantes detalles, es idéntica a la de él; incluso en algunos aspectos, superior. Tampoco es ésta la solución. Martha lo descubre en pequeños detalles de la convivencia diaria y termina confinando a su novio «automático» al sitio donde se almacenan los recuerdos: el desván, de donde sólo es recuperado en ocasiones especiales. Aunque de esta ficción se pueden extraer ideas importantes, por ejemplo, la identidad que presentamos en las redes sociales, lo que nos interesa es la analogía que se puede hacer con el desarrollo de la historia clínica electrónica en la atención primaria de nuestro país.
Una gran parte de los médicos de familia de este país hemos sentido que esta historia no colma, ni de lejos, las expectativas que habíamos depositado en la informatización de la atención primaria. Gestores, políticos e informáticos nos han devuelto un calco sin alma de lo que habíamos intuido, tal vez soñado, como la gran esperanza para una reforma necesaria.
No fue así; y un claro ejemplo es donde se concreta el capítulo de informatización en el manifiesto de un foro reivindicativo de médicos de atención primaria. Para ellos, todo lo relacionado con la historia clínica y receta electrónica entra en el epígrafe de «Desburocratización». Tal vez el inconsciente les traicione y refleje con claridad dónde sitúan las nuevas tecnologías. En sus mentes, la «informática» sólo sirve para que los papeles los haga la máquina, no para dar una asistencia mejor; o lograr, como se propuso en su momento, que la informatización fuera la excusa y el motor para un cambio real de la anquilosada asistencia primaria.
Trisha Greenhlagh, médico general británica y famosa en nuestro ámbito por su libro sobre medicina basada en la evidencia How to read a paper, colaboró con el Servicio Nacional de Salud durante los juegos olímpicos de Londres 2012. Nada más acabar escribió un artículo en el que reseñaba las diez lecciones que, según su criterio, se habían aprendido en la asistencia sanitaria de los juegos. Quitando las más locales y específicas, destacan algunas que, como remarca la misma autora, serían de utilidad en la asistencia sanitaria general, sin confinarlas al breve y concreto espacio temporal de un evento deportivo. Para los profesionales que trabajaban en la villa olímpica fue frustrante tener que adaptarse a un sistema de información médico, diseñado y proporcionado por la misma empresa que suministraba todas las tecnologías de la información necesarias para los juegos. La consecuencia lógica de esta frustración fue que pronto encontraron y utilizaron rodeos para sortear la rigidez de un programa cuyos diseñadores no habían tenido ni un ratito, para pasarse por la clínica y ver cómo los médicos hacían su trabajo.
Algo similar sucede en la atención primaria: los profesionales han arrinconado sus ilusiones y ven cómo su herramienta de trabajo se ha llenado de funciones e iconitos que vienen desde arriba. Sortean estas imposturas con atajos y utilizan la historia clínica como un repositorio de hechos clínicos, sin orden ni concierto, cuyo único sentido es hacer más fácil la confección de documentos con los que alimentar una incansable máquina administrativa.
No sé si todavía estamos a tiempo de recuperar el ilusionante proyecto de una herramienta útil y transformadora de nuestro trabajo; la versión dos punto cero de los sistemas de información no da muchas esperanzas. Como Martha, seremos pragmáticos y la arrumbaremos a ese lugar de donde sólo sale para cumplir una burda y mecanicista necesidad.