Una. Nuestras autoridades políticas no han querido o no han sabido responder a las soflamas populistas que pretenden defender la sanidad pública. El efecto inmediato ha sido que «defender la sanidad pública» se ha convertido en el mantra que ha justificado la progresiva asimilación del sistema sanitario y de sus instituciones a cualquier otro departamento de la Administración y la toma del poder del sotogoverno, integrado por altos funcionarios no especialmente sensibles a las necesidades y peculiaridades del sistema de salud, ni interesados en propiciar su evolución. La consecuencia más evidente es el desmantelamiento o el freno de todas las experiencias y actividades que no se ajustan al patrón único. Sin reformas no se va a sostener la sanidad pública, y para ello necesitamos políticos con coraje y generosidad para hacer la reforma necesaria.
Dos. El carácter público de un sistema de salud viene determinado por la legislación que lo regula y la financiación que lo sostiene. La diversa titularidad de las instituciones que prestan servicios sanitarios no solo no atenta contra el carácter público del sistema, sino que, como muestra la evidencia, ejerce una influencia beneficiosa en el resto de proveedores. Que todas las organizaciones sanitarias sean de la misma titularidad y dependan de la misma y única jerarquía puede ser mucho cómodo para los responsables de la administración sanitaria, pero no favorece precisamente la maduración organizativa y el desarrollo de las instituciones y de los profesionales que trabajan en ellas. Propicia la colonización política y unas organizaciones dóciles y sumisas con el partido en el poder.
Tres. No hay dinero ni lo va a haber. Los nuevos presupuestos y los incrementos que se proclaman van a ser insuficientes para paliar años de recortes. El sistema de salud ha resistido mal que bien la crisis económica, pero se encuentra desvencijado, exhausto. Si se ha conseguido mantener ha sido por la formidable dedicación de unos profesionales mal pagados, en realidad muy mal pagados, muchos de ellos sin ninguna estabilidad laboral. Para sobrevivir en un entorno en el que va a haber nuevos recortes (impuestos por la Unión Europea) nos quedan pocos instrumentos. Incrementar los ingresos públicos requiere de una notable mejoría en la recaudación fiscal del Estado y, sin duda, de una mayor contribución de los ciudadanos. Puesto que un sistema nacional de salud se caracteriza por financiarse a través de los impuestos, a diferencia de un sistema de seguridad que lo hace mediante las cotizaciones, quizás se podría deshacer el despropósito legislativo perpetrado por la ministra Mato, por el que estableció que el derecho a recibir atención sanitaria en España lo conceda el hecho de disponer de un contrato laboral y consecuentemente cotizar al sistema de seguridad social. Algo totalmente contrapuesto al espíritu y a la letra de la Ley General de Sanidad que sin duda también necesita una revisión.
Cuatro. Como ciudadano me preocupa el buen uso del dinero público, y ese buen uso reclama que las organizaciones sanitarias tengan una decidida orientación a la eficiencia, que no suele ser la capacidad predominante en la mayoría de los centros de salud y hospitales españoles. Orientación a la eficiencia requiere que las instituciones gocen de una real autonomía de gestión, y solo gozarán de ella si disponen de entidad jurídica propia y del preceptivo órgano de gobierno, integrado mayoritariamente por personas capaces, independientes y sin conflictos de interés.
Cinco. Sería deseable recuperar una cierta capacidad de aprendizaje. Hay experiencias de gestión muy remarcables y exitosas a las que no se concede el menor crédito pese a que hayan mostrado mejores resultados asistenciales y económicos. Los resultados importan y precisamente para cerrar el bucle de un sistema público eficiente conviene que las instituciones sean evaluadas y tratadas en función de los resultados que son capaces de conseguir.
La cuestión es si es posible plantear una transformación del sistema de salud sin acompañarse de una modernización en profundidad de la administración del Estado, anclada en los principios del siglo XIX, dominada y controlada por la «nobleza del Estado», el conjunto de cuerpos de altos funcionarios del Estado.