Intenté resistir de la mejor manera posible la pasada campaña electoral. Me propuse superar mi escaso entusiasmo revisando el contenido de los programas electorales de los cuatro partidos que se presentaban en todo el territorio español. Hace bastantes años que no leía programas electorales y puede que ello explique mi desconcierto ante su contenido. La profusión de medidas y propuestas planteadas en los programas es formidable, numerosísima, en muchos casos se trata de una lista de ideas, más o menos deslavazadas, que sin solución de continuidad pasan de lo más general a lo más concreto, una suerte de brindis al sol, y que en pocos casos tienen que ver con la proposición de un proyecto factible, conveniente y aceptable para la mejora del sistema.
Es posible que no se pueda pedir mucho más a nuestros partidos políticos. Los ciclos electorales condicionan excesivamente las posibles políticas sanitarias y los proyectos de transformación del sistema, que por su propia inercia, precisan periodos de tiempo más amplios para su implantación y una garantía de continuidad más allá de eventuales cambios de gobierno.
El sistema sanitario español debe transformarse porque sin reformas de mucho calado no parece que pueda mantenerse. Hay que abordar cambios en su financiación, en la atención a una sociedad más envejecida con una creciente presencia de enfermedades crónicas, en la concepción, organización y funcionamiento de los centros asistenciales, en los marcos que regulan las relaciones laborales de los profesionales sanitarios... La necesidad de la reforma viene de lejos, de muy lejos, como quien dice desde la propia creación del sistema nacional de salud, pero la reforma nunca ha sido considerada por los partidos políticos españoles como una prioridad. Han preferido seguir el postulado clásico que advierte sobre la sanidad: no hace ganar votos, pero los puede quitar.
El problema es mayúsculo. Durante los años más duros de la crisis la sanidad y el sistema sanitario han estado en el centro de las refriegas políticas. Cualquier intento de transformación del sistema ha sido frontalmente rechazado y raramente con argumentos objetivos, basados en el conocimiento disponible. Los rechazos se han fundamentado en ilusiones, en apriorismos ideológicos, incluso en falsedades. Las transformaciones que se han querido impulsar han sido vetadas y rehusadas «en defensa de la sanidad pública» y alertando sobre la amenaza de «la privatización de la sanidad».
No puede defenderse el sistema sanitario público si no se acepta que debe cambiar para sobrevivir. Las arcas públicas están exangües y el sistema sanitario difícilmente va a sostenerse si no se aportan más fondos, si no se desarrollan proyectos de colaboración público-privado, si no se establecen nuevas formas de relación laboral con los profesionales del sistema, si no se rompen ciertas rigideces mentales y estereotipos.
En el sector sanitario, la utilización de «público» como sinónimo de «bueno» y «privado» de «malo» es como poco inexacta. Hay servicios públicos excelentes y otros que precisan bastante más que un lavado de cara, y exactamente lo mismo puede decirse de los servicios privados. Con notables excepciones, nuestras administraciones sanitarias no han sido ni son muy proclives a la comparación de resultados entre centros, sobre todo si esa comparación se establece entre centros de distinta titularidad. Las consecuencias son funestas: en las ocasiones en que se evalúan las experiencias de transformación, esas evaluaciones no influyen para nada en las decisiones de las administraciones sanitarias. Nada se aprende de la experiencia. Así sucedió cuando se crearon y posteriormente se eliminaron las fundaciones sanitarias «públicas», así puede ocurrir con las concesiones administrativas en la Comunidad Valenciana, así viven las Entidades de Base Asociativa Catalanas.
Parece innegable que este modo de funcionar es algo generalizado. Se ha visto con la campaña del Brexit, en nuestras elecciones y en las pasadas negociaciones post-electorales. Lo argumentaba recientemente Moisés Naïm1: «los hechos y los datos no importan. Las intuiciones y las emociones guían las decisiones de millones de personas». ¿Hasta cuándo?
1.«Brexit» y Trump: la política como brujería. El País, 3 de julio de 2016.