Ante esta situación y desde distintos ámbitos se reclama una profunda reforma de la Administración pública española, probablemente sobredimensionada, excesivamente rígida y con muchas dificultades para adaptarse a un contexto económico de recesión. Y de las reformas que se reclaman no escapan, obviamente, los propios pilares del Estado del Bienestar –educación, pensiones, sanidad– que concentran la mayor parte del gasto público, que ya han sufrido una buena parte de las medidas de reducción del gasto implantadas y que les queda por sufrir las que irremediablemente se producirán.
El recorte del gasto se ha efectuado de manera desigual entre las distintas comunidades. Se han recortado salarios de los empleados públicos, se han cancelado contratos temporales, no se han sustituido bajas por enfermedad o por jubilación, han aumentado las listas de espera, se han introducido copagos a los usuarios y a los proveedores del sistema de salud se les han aplazado reiteradamente los plazos de pago, hasta unos extremos que amenazan seriamente la viabilidad de esas empresas.
Para muchos ciudadanos la crisis ha servido para valorar y apreciar un sistema de salud de protección universal y gratuito y reclamar su salvaguarda, pero nadie explica cómo va a ser posible mantener como poco el mismo gasto sanitario cuando la recaudación de las administraciones públicas va vinculada al crecimiento de una economía que hace cinco años que no para de descender. Por lo menos, se debe afrontar una redefinición de la cartera de prestaciones, –que «entra» y que no, quienes son los beneficiarios y cuál debe ser su contribución económica– y una transformación de los instituciones sanitarias.
Los hospitales y centros de salud del antiguo INSALUD transferidos a las comunidades autónomas son instituciones burocratizadas, colonizadas políticamente, no orientadas a la eficiencia, sin autonomía de gestión, no son transparentes ni practican la rendición de cuentas, en las que no se reconocen las contribuciones individuales destacadas y donde el esfuerzo que predomina es para igualar, para uniformizar, para el «café para todos», lo que en definitiva es tanto como decir que «tanto da» lo que se haga, quién lo haga y cómo lo haga.
Las instituciones sanitarias deben tener entidad jurídica propia con un órgano de gobierno (consejo de administración, patronato...) integrado por profesionales reconocidos e independientes, que vele por la identidad y autonomía de la institución y responsable del nombramiento y cese del equipo directivo, que atienda a las recomendaciones de los códigos de buen gobierno, que sorprende que no sean de aplicación a las instituciones sanitarias.
Hospitales y centros de salud no son un servicio más de cualquier departamento de la administración pública y la politización y poca profesionalización de demasiados directivos contrasta con la evidencia disponible que muestra cómo los mejores hospitales de los países desarrollados, además de disponer de excelentes clínicos, disfrutan de autonomía de gestión y sus equipos directivos, integrados por profesionales bien formados y competentes, son muy estables.
En nuestro país, algunos colectivos consideran que cualquier cambio que se plantee del Sistema Nacional de Salud supone su desmantelamiento y privatización. Ciertamente, esta posición más o menos estereotipada contraria a la reforma se ve reforzada por algunas de las medidas que se están implantando, como la privatización de la gestión de algunos hospitales y centros de salud de Madrid o las dificultades económicas y de gestión de ciertos centros sanitarios concertados en Cataluña, con relativa y menguante autonomía de gestión. Y si además resulta que para impulsar cualquier reforma es imprescindible que la administración pública sea sólida, seria, consistente, respetuosa y que no cambie las reglas de juego a mitad de partido, el resultado no es precisamente una invitación al optimismo para abordar las reformas necesarias.
Pese a todas las dificultades, si se quiere defender el sistema de salud hay que introducir cambios radicales en su concepción y funcionamiento y cuanto más se retrase su implantación, más difícil resultará preservarlo.
Manel Peiró
Director del Executive Master en Dirección de Organizaciones Sanitarias de ESADE